Por: Cuauhtémoc Moisés González Pacheco
Economista, Maestro en desarrollo agrícola, Investigador de los bosques de México.
EL INGRESO AL HOSPITAL
A las 11 de la mañana del lunes 23 de agosto de 2021 me ingresaron por la sala de urgencias al hospital del Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (INER), en la Ciudad de México. Cuando salí de casa y entre en la ambulancia, midieron mi saturación de oxígeno; un camillero le dijo al otro: “Ponle rápido el oxígeno para que llegue al hospital”, el oxímetro marcaba 58 (lo normal es arriba de 95). El INER estaba saturado de pacientes. Nos encontrábamos en la cresta de la tercera ola de Covid y la variante Delta había demostrado ser muy contagiosa y letal. Esa mañana habían abierto para recibir nuevos pacientes, oportunidad que aprovecharon mis hijos para llevarme.
Cuando ingresé y checaron mis signos vitales, alguien dijo: “Es un candidato fuerte para ser intubado”. Mis hijos firmaron los papeles de ingreso y a mí me pasaron un documento donde aceptaba la intubación. Lo firmé. Después los camilleros me trasladaron a la sala de urgencias. No imaginé que acababa de despedirme del mundo exterior. Liz —mi compañera de vida, con quien a principio de este año habíamos celebrado cincuenta años de casados—, al verme en la ambulancia me dijo: “Aquí te espero, regresa pronto”; sin duda era una orden y una súplica que yo no podía ignorar. Si fuera pesimista, estaría arruinado, pero como he presumido siempre de ser un optimista irracional, asumí el momento como el inicio de una nueva y definitiva investigación de campo. No se trataba de la selva Lacandona o los bosques de la Sierra Tarahumara, se trataba de sobrevivir a la experiencia del Covid. La idea de la investigación de campo era un mecanismo de negación, alentado seguramente por la fiebre y el temor a lo desconocido; sin embargo, mantuve esa idea como un mecanismo de defensa mientras estuve hospitalizado.
En los días anteriores, no podía comer ni tomar agua porque me provocaba vómito, acompañado de sudor frío. Teníamos más de una semana de que a mi esposa y a mí nos había resultado positiva la prueba de Covid. En un principio pensé que yo era asintomático, pero la fiebre, la falta de apetito y pérdida del gusto me colocaron en la cruda realidad de la enfermedad. Liz, bastante más previsora, desde el principio consultó con una amiga suya especialista en vías respiratorias, quien le dio una consulta por video-llamada y le envió una larga lista de medicamentos y análisis que debería hacerse. Yo me resistí un par de días, pero después humildemente solicité la consulta y acaté todo lo recomendado, comenzando por un tanque de oxígeno, que mi hija y mi nieto compraron y cargaron (pesaba más de 80 kilos). Conforme pasaban los días, Liz se iba mejorando y yo cada día me sentía peor. Dormía en los sillones de la sala al lado de mi oxígeno, convirtiendo ese espacio, que en otros momentos fue el lugar más alegre de mi casa, en un cuarto de hospital.
El sábado 21 llegó mi hijo que es médico y vive en provincia; me atendió con todo su conocimiento y su cariño, pero la enfermedad ya había avanzado demasiado. Por la vena me introdujo solución salina, antibióticos, moduladores del sistema inmunológico y medicina para frenar la gastritis galopante que torturaba mi estómago. El resultado fue inmediato, ese día pude tomar algunos sorbos de agua sin vomitar. Me preocupaba la deshidratación, un amigo me platicó que tuvo una diarrea brutal que no cedió por largo tiempo; al final supo que la falta de agua habían comprometido sus riñones; actualmente se tiene que dializar tres veces por semana, si lo deja de hacer se muere.
No es que me haya vuelto timorato, recuerdo que en el movimiento estudiantil de 1968, en el patio central del edificio de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca (UABJO), participé en una huelga de hambre, la que resultó exitosa porque logró el apoyo popular y todos los días era monitoreada por el Oaxaca Gráfico, el periódico más influyente de aquella época; su periodista estrella era doña Arcelia Yañiz, quien le dedicaba un artículo en la plana principal. Al octavo día decidimos dejar de tomar agua, fue una medida extrema que tuvo resultados el décimo día: el gobernador decidió aceptar la demanda principal y se comprometió a realizar las gestiones para que apareciera el líder del movimiento y consiguiera su libertad. El suceso fue así: dos meses antes, después de dar una conferencia en el paraninfo de la UABJO, cuando regresaba a su casa con su esposa —que por cierto tenía cinco meses de embarazo— y acompañados por un padre de familia —que después se supo trabajaba para la Federal de Seguridad— fue interceptado por la policía militar y trasladado al campo militar número uno del Distrito Federal. El gobernador cumplió y después de un tiempo apareció el profesor Moisés González Pacheco en el campo militar número uno y fue trasladado a la crujía M de la cárcel de Lecumberri; después de varios meses fue liberado con la exigencia de que no viviera en la ciudad de Oaxaca. Esa larga historia la recordé por la importancia que tiene para nuestro cuerpo beber agua, que es la fuente de energía que nos mantiene con vida, pero no es lo mismo tener 18 años que más de 70.
¿CÓMO ES UNA SALA DE URGENCIAS?
Medía unos 50 metros cuadrados, había varias enfermeras y cinco pacientes, de los cuales tres estaban intubados y dos esperábamos nuestro turno para la intubación. Por alguna extraña razón de la vida, difícil de explicar, intubaron a la otra persona y a mí me pusieron algo que llaman “puntas nasales de alto flujo”, que consiste en un tubo flexible como el que utilizan para bucear, ligado a un aparato que lanza oxígeno caliente a alta presión; esas puntas me salvaron, ya que al recibir mis pulmones ese chorro de oxígeno caliente, comenzaron a reaccionar y frenaron su deterioro.
Pasé el resto del día mirando el techo y con el rabo del ojo a mis vecinos intubados. Por la noche un joven médico me visitó y me dijo: “Soy el neumólogo de este turno, ya lo vamos a pasar a un cuarto, sólo hay que esperar a que esté listo”. Hacia a las 11 de la noche llegaron dos camilleros y me pasaron de mi cama a una camilla, cruzamos pasillos y un jardín a cielo abierto y llegamos a un edificio, subimos por el elevador al cuarto piso y llegamos al que sería mi cuarto, el número cuatro del pabellón catorce.
¿CÓMO ES MI CUARTO EN EL HOSPITAL Y CÓMO ESTOY EN ÉL?
Tiene alrededor de 20 metros cuadrados, con dos camas; en un extremo hay un lavabo y dos taburetes, mi cama está cerca de la puerta, por la que circulan permanentemente médicos y enfermeras. La mitad de la pared que da al pasillo es de cristal, tengo la sensación de estar en un aparador, la privacidad aquí no existe, por el pasillo circula el personal todo el tiempo y a toda prisa, dando la sensación de que son muchos. Los observo como si estuviera a las 12 del día dentro de un aparador en la calle de Madero de la Ciudad de México; y lo interesante es que los que pasan me observan a mí. Descubro después que en realidad miran mis monitores, comienzo a entender que estoy en un área de cuidados intensivos, que todos los pacientes están intubados, que dependen de máquinas que los hacen respirar y que cualquier descuido, en pocos minutos, significa la muerte. Yo soy un privilegiado entre ellos porque estoy consciente.
Vivo en una cama de hospital que mide un metro de ancho por uno ochenta y cinco de largo, en mi brazo izquierdo tengo una aguja conectada a la vena, de ella sube una manguerita que después se bifurca en seis más, por donde inyectan medicamentos, en especial antibióticos; en la parte superior de la torre cuelgan los sueros y en la parte media hay una caja por donde pasa la manguera principal; esta caja registra la velocidad del goteo del suero y emite diferentes sonidos y alarmas para alertar cuando ha dejado de pasar la solución; la torre está conectada a la energía eléctrica. Este tinglado, que se asemeja a una serie navideña, depende de una aguja conectada a una vena de mi brazo izquierdo, el cual no debo mover, si lo hago, como ya me sucedió dos veces, el suero se comienza a infiltrar debajo de mi piel, arde y duele y se forma un hematoma en mi brazo. A esto hay que agregar que tengo las venas muy delgadas y les cuesta mucho trabajo a las enfermeras encontrar la vena adecuada para ponerme la venoclisis, además ya tengo los brazos llenos de hematomas. Por fortuna estoy en el hospital de un instituto que cuenta con la división especializada de tareas específicas; por ejemplo hay un grupo de enfermeras que cada dos horas pasa a revisar el brazo donde tengo la canalización a la vena, cuando deben cambiarla llamaban a las responsables de esta tarea, quienes acuden con un ultrasonido para escoger la vena más adecuada —debido a que mis venas son muy delgadas— y en un primer intento lo logran.
Del lado derecho de mi cama hay dos aparatos. El primero es el más importante, contiene el oxígeno caliente que inyectan a mis pulmones y al que estoy ligado a través de las puntas nasales de manera permanente. El segundo aparato es un monitor de televisión que registra mi oxigenación, a través de un cable que termina en un oxímetro, que tengo fijo en el dedo índice de la mano derecha; de este monitor salen además seis cables que tengo conectados a mi pecho con chupones de hule y miden y grafican los latidos de mi corazón y la temperatura; también aparece mi presión arterial cuando me la toman, cosa que sucede cada dos horas. El monitor tiene un sistema de sonidos y alarmas que siempre funciona.
Por las noches, cuando duermo, debo hacerlo sobre mi estómago, así están todos los enfermos, pronados, es decir boca abajo; es la posición en que permites a tus pulmones realizar un mejor desempeño. Aprendí que hay cosas pequeñas, casi insignificantes, que se convierten en importantes, por ejemplo darte una vuelta en la cama. Por las noches debo darme una vuelta para dormir pronado, esa vuelta es una actividad que no puedo hacer solo, requiero de la dirección y ayuda de una enfermera, quien primero procede a desconectar los seis cables que tengo en el pecho, después pasa el monitor al otro lado de la cama y coloca la torre con los sueros en el lugar donde estaba el monitor, luego me doy la vuelta sin apoyarme en el brazo donde tengo la venoclisis, después me conecta los seis cables en la espalda, arreglo como puedo mi bata para que me cubra y le pido humildemente que me tape con una sábana. Y compruebo que mi oxigenación aumenta un poco cuando estoy pronado, ya que la única distracción que tengo es mirar mi monitor.
Mi compañero de cuarto se llama Francisco, es un joven de 29 años que pesa unos 150 kilos y está intubado; lo trajeron a las dos de la mañana, ya imaginarán el movimiento que implicó su llegada; lo trasladaron dos camilleros, un médico y cuatro enfermeras; está en estado de coma inducido, conectado de manera permanente a un respirador artificial; moverlo, trasladarlo y voltearlo requiere no sólo fuerza sino técnica e implica una gran responsabilidad. El personal del INER es muy profesional, para moverlo utilizan una especie de sábanas largas dobladas. Pasarlo a su cama y conectarle los monitores, canalizaciones al riñón, al estómago y a la torre de sueros y medicamentos les tomó más de dos horas.
Con la llegada de Francisco el cuarto se ha vuelto el más visitado, cada cinco minutos entran las enfermeras a revisar sus monitores o a atenderlo; por ejemplo ahora mismo, mientras escribo, una enfermera le dice: “Señor Francisco, lo voy a molestar un poco, pero es necesario que le saque las flemas de la boca, va a sentir un poco frío por el aparato que le voy a poner en la boca”, y procede con todo cuidado. La amabilidad, el respeto y la cortesía con el que le hablan a una persona que no las puede escuchar y menos responderles, me impresionó; no se trata de casos aislados, así se comporta el personal todo el tiempo.
La mayoría de las enfermeras, los médicos y el personal de intendencia tiene entre veinte y cuarenta años, muestran una entrega absoluta a su trabajo y ofrecen un trato humanitario ejemplar que te da esperanza en el futuro de la humanidad. Ahora entiendo cómo salvan a enfermos tan graves como Francisco: no son sólo los avances de la ciencia médica, los medicamentos y los aparatos de que disponen, es la atención humana y personalizada que brindan los profesionales de la salud de manera desinteresada a seres humanos que no conocen pero que necesitan y dependen de ellos para seguir con vida.
Yo soy un testigo privilegiado de tiempo completo, pues observo todo a sólo dos metros de la cama de Francisco, con quien logré establecer una comunicación por medio de los monitores; por ejemplo, mi presión arterial es mejor que la suya, pero la oxigenación de Francisco es muy buena: marca 92, la mía no llega a esos niveles, pero tengo la esperanza de mejorar cuando mis pulmones comiencen a recuperarse de la embestida del Covid. Espero reportar, en los próximos días, mejores resultados de esta insólita competencia entre los dos monitores.
LA HEMODIÁLISIS DE FRANCISCO
Cada 48 horas le aplican la hemodiálisis a Francisco. El médico encargado prepara el terreno, lo que significa colocar alrededor de su cama algunos aparatos; el más voluminoso es un purificador que purifica el agua a un nivel superior al del agua destilada, se asemeja a los bafles que se usan en los concierto de música electrónica; además meten otros dos aparatos que conectan con gruesos cables. Acomodar y conectar los aparatos alrededor de su cama, que es un espacio reducido, le toma al doctor por lo menos media hora. Cuando todo esta listo, da inicio a la sesión de hemodiálisis, que consiste en lavar la sangre de Francisco, ya que sus riñones no lo pueden hacer. Esta sesión dura cuatro horas, es monitoreada por el médico responsable y una enfermera, cada aparato produce diferentes sonidos y alarmas. Cuando la sesión es en la madrugada, por mi cuarto circulan varias personas y no es posible dormir.
LAS VISITAS DE LA MADRUGADA
Hoy es domingo y hay dos turnos de enfermeras, el primero inicia a las siete de la mañana y termina a las siete de la noche y el segundo, inicia a las nueve de la mañana y termina a las nueve de la noche. Hoy todo es un poco más tarde, no para mí, pues yo inicié a las cuatro de la mañana con la toma de un electrocardiograma. Como todos los días, la enfermera me desconecta los seis cables que tengo en la espalda, luego cambia el lugar de la torre de sueros, cambia el basurero de lugar —recipiente muy necesario en un hospital—, desenreda los cables, el del oxígeno casi me ahorca, pero los que más me preocupan son los cables que penden de la aguja de mi brazo, no quiero volverme a infiltrar. Cuando estoy listo, bajo la dirección de la enfermera, me doy la vuelta y ya pueden conectarme los electrodos en el pecho para monitorear mi corazón, en los tobillos me colocan unas tenazas unidas a unos cables largos, similares a los cables con los que se pasa corriente de la batería de un coche a la batería de otro, me colocan otras tenazas en las muñecas y encienden la computadora que imprime los resultados. Esta enfermedad genera coágulos que los envía a los pulmones y al corazón, por esa razón todas las mañanas me toman un electrocardiograma, además de inyectarme cada seis horas anticoagulante en el abdomen. Cuando termino esta actividad, la enfermera reconecta mis cables permanentes que registran mis signos vitales en mi monitor, permanecer acostado de lado me permite descansar.
Cuando casi comenzaba a dormirme, escucho una voz que me dice: “Buenos días, señor Cuauhtémoc, le vamos a tomar una muestra de sangre para el laboratorio. ¿Me permite su brazo? Respire hondo”. En pocos segundos introduce la aguja de la jeringa, toma cuatro muestras, pone un algodón con alcohol en la parte de mi brazo de donde retira la aguja. Ya ni siquiera percibo el dolor de la punción, quizá se debe a que mi cuerpo ya se acostumbró a la toma de muestras de laboratorio o tal vez este joven es experto en su trabajo. Hace dos semanas acudí a un laboratorio privado para realizarme análisis de sangre, me cobraron cuatro mil cuatrocientos pesos, pienso ahora: ¿cuánto habría gastado en análisis?, pues me hacen varios todos los días desde que ingresé al hospital.
Ahora entiendo la expresión dormir a “duerme velas”: es cerrar los ojos con luz —antes era de las velas, ahora proviene de la electricidad— y cuando comienzas a dormirte, una voz te llama por tu nombre, manteniéndote medio despierto, no es que todos te conozcan, es que arriba de tu cama está tu nombre, tu edad y la fecha en que ingresaste. Quienes te requieren son los técnicos de radiología, todas las mañanas te visitan para tomar una placa de los pulmones, los médicos necesitan conocer la evolución del Covid en el campo de batalla del cuerpo; y particularmente en los pulmones, que —apoyados por las puntas de oxígeno de alto flujo, los antibióticos y demás medicamentos— muestran su capacidad de resiliencia, y ello puede definir el resultado final. Los técnicos traen un carrito como de golf, unido a un poderoso y largo brazo que colocan frente a tu pecho. Antes te colocan una placa de acero en la espalda y desde la computadora del carrito disparan los rayos X y obtienen las placas. Yo siempre les pregunto que cómo ven el avance de la enfermedad, y ellos me contestan en términos técnicos después de ver las placas. Interpreto su respuesta como que le vamos ganando al Covid. Se despiden porque los están esperando más de 20 enfermos.
Cuando me quedé solo entró el enfermero, se llama Alejandro, y me dice que me va a tomar la presión. Me coloca el brazalete y conecta la punta al monitor, el registro fue 160/90, es una presión alta para mis estándares, yo siempre había registrado 110/70. Alejandro me dice: “Ahorita se la vuelvo a tomar, está usted muy agitado”. Quince minutos después, el monitor registra 140/80, el enfermero me dice que ya tengo una presión normal para un enfermo del hospital. Esta enfermedad alteró el equilibrio de mi cuerpo, recuerdo que cuando ingresé al hospital tenía el azúcar muy elevada y me tuvieron que poner insulina, nunca antes había tenido problemas con la glucosa.
La siguiente visita es del Departamento de Medicamentos. Dos jóvenes médicos me saludan con mucha amabilidad, como todo el personal que aquí trabaja, me informan que me van a cambiar el antibiótico, que lo van a pasar por el suero lentamente en las próximas dos horas, que saben que tengo las venas delicadas y que no quieren que me arda. Después me inyectan anticoagulante en el abdomen y luego otra sustancia. Revisan la canalización a la vena y me dicen con satisfacción que está muy bien, se despiden y me anuncian que volverán cinco horas después.
Quien llega ahora me dice con franqueza: “Le voy a tomar una muestra de sangre, pero le va a doler”. Me preparo anímicamente, extiendo mi brazo y me lo cumple: me clavan una aguja no buscando una vena sino como si quisieran atravesar la muñeca, se trata de llegar a una arteria, porque deben analizar los gases de la sangre. Me siento un poco avergonzado por sentir tanto dolor por una modesta aguja, pienso en las batallas donde a los soldados les tenían que amputar un brazo o una pierna sin anestesia. Recuerdo el magnífico libro de Carlos Tello sobre la biografía de Porfirio Díaz, cuando narra que a un oficial herido se le gangrenaba la pierna y que era necesario cortársela de urgencia; buscan a un médico en los pueblos de la mixteca y al que traen y obligan a realizar la intervención se desmaya a la mitad del corte y es entonces el propio Porfirio Díaz quien termina de operar al oficial.
Mi siguiente visita fue una amable doctora joven que vino para mi sesión de inhaloterapia, que implica sólo respirar con una mascarilla un gas que desinflama los pulmones. Ahora ya estoy listo para el cambio de turno de las enfermeras, lo que implica prácticamente iniciar un nuevo día, bañarme y desayunar.
PREJUICIOS ESCATOLOGICOS
Cuando llegué al hospital no comía ni bebía agua con regularidad, en consecuencia no orinaba ni tenía la necesidad de eliminar las excretas. La fiebre me hacía sudar y estar deshidratado. Pronto el medicamento dio resultado y eliminó la fiebre y el rechazo a la comida. Por la mañana, en una cajita llevaron mi desayuno, la abrí y comencé a comer y de forma simultánea me llegó una pregunta: ¿qué voy a hacer cuando mis intestinos me digan que es hora de ir al baño? La respuesta es muy obvia, pero estando en la cama de un hospital, esa idea limitó mi apetito y dejé parte del desayuno.
Con el desayuno y en cada comida me dan una botella de agua de un litro que trato de beberla completa. Si a esta agua agrego la del suero que entra por la vena, puedo considerar que me encuentro bien hidratado, pero en consecuencia tengo que orinar a cada rato. En mi primera mañana, cuando pedí por primera vez un pato (recipiente para orinar) a la enfermera, pagué por mi inexperiencia en su uso y por la falta de costumbre de orinar viviendo dentro de un aparador, frente al público. Intenté torpemente colocar el pato en mis piernas al tiempo que me cubría con la sábana, pero no atendí una regla de oro que se debe seguir en una cama de hospital: primero poner la cama horizontal, y como no lo estaba —tenía una pendiente en contra respecto de la posición del pato—, una parte del líquido del pato se esparció en la cama, lo que me provocó una mezcla de enojo y vergüenza. Traté de disimular secando con unas servilletas, pero de manera muy ineficiente; permanecí empapado por casi una hora, hasta que la enfermera me anunció que me tocaba el baño, entonces le confesé el percance, y ella con voz tranquila me dijo que después del baño siempre cambiaban las sábanas.
Después de mi primera experiencia con el pato, no quería imaginar el momento en que requiriera el cómodo (instrumento para eliminar excretas). Pensé en los primeros homo sapiens, en su etapa de cazadores recolectores: seguramente no tenían tantos prejuicios para realizar una necesidad compartida por todos los seres vivos y lo único que los inhibía era la presencia de una fiera cercana. En realidad el problema era simple, sólo debía investigar dónde estaba el baño más cercano y en la madrugada caminar a ese lugar. Cuando le pregunté al enfermero dónde estaba el baño, me respondió con extrañeza: “Está fuera de esta área, ninguno de los enfermos tiene acceso a ese lugar, usted no se puede levantar”. Esta respuesta contundente me situó en mi realidad, estaba conectado a dos máquinas y una torre, no tenía zapatos y lo más grave: tenía Covid. Era imposible que circulara libremente, me sentí avergonzado por la pregunta, el enfermero concluyó: “¿Desea que le pase el cómodo?” “No, gracias, tal vez más tarde”, respondí.
Por mi memoria pasaron imágenes de situaciones que pudieran tener alguna similitud. Recordé que hace muchos años, cuando en la selva Lacandona de Chiapas, al lado del río Usumacinta, tuve que esperar que un lanchón en el que viajaba rumbo a Márquez de Comillas pudiera remontar una parte estrecha del río llamada el tornillo, que por su fuerte corriente nos impedía navegar río arriba. El piloto del lanchón dijo a sus dos únicos pasajeros: “Debo descargar la mitad del peso para poder pasar”, eso me incluyó junto con algunas cajas que trasportaba, y me dejó en el margen de la selva de Guatemala, en medio de la nada. Atendiendo a una llamada de mis intestinos, caminé un poco dentro de la selva y, cuando estaba en cuclillas, vi frente a mí un nido de tarántulas, lo impresionante es que eran de diferentes colores, al centro había una amarilla, tan grande y bonita que parecía un pollo, por supuesto que su presencia inhibió la necesidad de mis intestinos y, aunque sé que la mayoría son inofensivas, preferí retirarme cuidadosamente.
Mi situación actual era más pedestre, se trataba de una necesidad fisiológica imposible de evitar y menos posponer, el problema eran mis prejuicios. No era sólo utilizar el cómodo, expuesto en un aparador, se trataba también del personal que de manera permanente entraba al cuarto para atender a Francisco. Mi siguiente meta fue aprender a usar el cómodo y despojarme de esos falsos prejuicios. A la mañana siguiente, en lugar del enfermero, a quien ya conocía, llegó una señorita, haciéndome más difícil el momento. Me dijo de manera amable: “Yo voy a ser su enfermera, ¿desea que le pase su desayuno?” No le respondí, empoderado por la urgencia de mis intestinos, le dije: “Lo que necesito es el cómodo, pero le pido me diga cómo usarlo porque es la primera vez que lo utilizo”. Lo trajo y me indicó: “Primero hay que poner la cama horizontal, después debe doblar las piernas y apoyándose en ellas elevar los glúteos”. En ese momento ella colocó el cómodo, lo frío del instrumento me confirmó que ya estaba en posición. “Yo le aviso cuando esté listo”, salió discretamente, pero antes de que empezara a pujar se abrió la puerta y entraron dos enfermeras para atender a Francisco, después un médico, todos me saludaban y yo casi no quería contestarles por mi situación comprometida con mi privacidad. Mis intestinos, con menos prejuicios, respondieron muy bien, llamé a la enfermera y le pedí que retirara el cómodo. La última parte, tal vez la más difícil, fue limpiarme sosteniendo mis glúteos en el aire, cubierto con una sábana y utilizando la mano izquierda frente a un público involuntario, la utilización de unas toallitas húmedas facilitaron la operación.
EL BAÑO
Por la mañana, después de presentarse, la nueva enfermera me dijo: “Le voy a dar un baño con agua”. Con extrañeza le pregunté que cuál sería la otra posibilidad. Respondió que el baño seco, “pero ése le corresponde a su compañero de cuarto que está clonado; voy por el agua caliente”. Pensé en una gran cubeta humeante y en las antiguas tinas de baño, regresó con una botella de un litro y señaló: “Aquí ya la tengo”. Siempre me ufané de que podía afeitarme con sólo un vaso de agua, como alguna vez lo hice en un recorrido por los bosques de Durango, pero bañarme con un litro de agua, me parecía un reto.
Comenzó por poner un cuenco bajo mi cabeza, así le llaman a una pequeña tina de plástico, antes puso jabón parecido a la crema de afeitar. Dijo que ese jabón puede usarse incluso sin agua, después vertió un poquito de agua en la cabeza y me pidió que me sentara para continuar con la espalda, ayudada por una toalla húmeda pequeña, estábamos mojando la cama, continuó con cada pierna. Para entonces yo ya no veía al personal que pasaba por mi aparador o el que continuaba entrando al cuarto para atender a Francisco. Creo que me he vuelto desinhibido, con el riesgo de convertirme en exhibicionista, pero tengo límites. Cuando preguntó: “¿Usted se lava sus genitales …o quiere que le ayude?” “No”, contesté de manera terminante. Después me dijo: “Lo voy a rasurar”. “No, me voy a dejar la barba para parecer un venerable anciano”. No dijo nada, seguramente así me ve, pensé. Me pasó la crema y mi cuerpo la absorbió como en un proceso de ósmosis caníbal. Me cambió la bata, que por cierto es una prenda de un diseño inteligente que usan en todos los hospitales: a simple vista parece un poco ridícula, tipo chemis (en los sesenta se puso de moda en los vestidos de las mujeres un diseño parecido), tiene 12 lazos que se desamarran para meter los brazos y los cables que van conectados al cuerpo y es abierta por la parte de atrás, convirtiéndose en una prenda funcional para quienes viven en una cama de hospital.
Al terminar el baño, cambió la ropa de cama, que tiene sus pasos muy precisos, considerando que se realiza con un paciente acostado, el que en ocasiones no se puede mover. Comienza por quitar una parte de la sábana del colchón de la piecera y poner la sábana limpia, la que amarra por debajo del colchón, sólo así se explica que permanezca en su sitio hasta el próximo cambio; después cambia la torre de sueros al otro lado de la cama y me pide que me acueste de lado, lo que hago con su ayuda y apoyado en el brazo donde no tengo la venoclisis, esos momentos lo aprovecha para quitar la sábana de la cabecera, secar el colchón que por el baño está mojado y colocar y amarrar la sabana limpia. Después me giro al otro lado, repite lo anterior y ya está cambiada la cama. Ahora sigue la actividad más placentera: el desayuno.
EL DESAYUNO
Esta mañana mi cama ha sufrido tres trasformaciones y yo con ella. La primera fue cuando, de una recámara para dormir, se trasformó en un cuarto de baño inglés —como antes lo nombraban—, conteniendo en un mismo espacio la regadera, el lavabo, la tasa del WC y, en ocasiones, la tina. Ahora se trasformó en un comedor de restaurante, especialmente por las personas que pasan frente a mí y me dicen: “Buen provecho”, lo que agradezco con un movimiento de la cabeza y no digo lo convencional acostumbrado, “¿gusta?”, porque sería una falta de higiene o tal vez algo más grave, considerando que tengo Covid.
Mi desayuno, mi comida y mi cena llegan siempre con puntualidad en una caja de unicel, que estaría bien que el hospital la cambiara por una de cartón, por el tema ambiental y porque el unicel tarda muchos años en transformarse y desaparecer. El hecho de que esté cerrada le imprime un primer momento de sorpresa, pues sólo ves la botella de agua y el jugo o leche que la acompaña, con tu nombre en la caja, lo que indica que es para ti y que la dietista pensó en lo que debes comer, en función de la evolución de tu salud. Cuando abres la caja, en un compartimento encuentras huevo con carne y papas, en otros brócoli, zanahorias y nopales cocidos al vapor, dos tortillas, un yogurt de fresa y un pequeño recipiente con dos guayabas hervidas, esto además de jugo y agua es bastante para dejar satisfecho al más glotón. El plato fuerte varía, pero las verduras casi siempre se mantienen constantes, me imagino por la fibra que aportan a mi dieta y el servicio que deben prestar a mis intestinos. Siempre trato de comer despacio y con movimientos de precisión, no puedo dejar caer comida en mi cama comedor. Cuando termino, guardo la cuchara de plástico, la servilleta y el vaso de yogurt dentro de la caja y se la entrego a la enfermera, quien la deposita en el bote de la basura.
Conocí a la dietista el día que visitó a Francisco para hacerle pruebas de alergia a algún alimento y calcular su dieta con base sus 150 kilos de peso, su índice de azúcar y la incapacidad de sus riñones. No ha de ser fácil, tomando en cuenta que no puede interrogarlo y que la alimentación que determine para mantenerlo vivo se la administrarán por sonda durante los meses que permanezca intubado. Ella luce delgada y sin duda es obsesiva y precisa en sus decisiones. Estuvo haciéndole pruebas a mi compañero y yo, que soy curioso, le pregunté qué le hacía. Me explicó amablemente. Después agregó: “Usted es el nuevo paciente, ¿qué le pareció la dieta que le mandé?, ¿es usted alérgico a algún alimento?” Le di una respuesta amable. Y cuando terminó con Francisco se retiró, despidiéndose.
LA HIGIENE Y PROTECCION DEL PERSONAL
El personal que trabaja en esta área de cuidados intensivos usa lentes especiales o un visor como los que se utilizan para bucear en el mar, doble mascarilla y bata, se cubren la cabeza con un gorro quirúrgico; la mayoría utiliza una pañoleta en lugar de gorro, esta prenda es la que distingue a los hombres de las mujeres y rompe la uniformidad y monotonía, dando idea de la personalidad e individualidad de cada quien por las figuras y colores de las pañoletas de quien las porta. Viéndolos desfilar a toda prisa por el pasillo, uniformados con sus batas y la cara cubierta, cumpliendo turnos en ocasiones de más de ocho horas, qué difícil e incómodo debe ser trabajar en esas circunstancias, además de lo cansado y la alta responsabilidad que representa. Esperaría encontrar seres agobiados por la vida, pero lo que yo viví es diferente: las enfermeras, los enfermeros, las doctoras, los doctores y el personal de intendencia se muestran siempre amables y dispuestos a ayudarte, su actitud es entusiasta y creíble, tienen espíritu de grupo, te hacen sentir bien.
Por ejemplo el enfermero Alejandro: me platicó que vive en Chalco, Estado de México; para llegar al turno de las siete de la mañana se levanta a las cuatro y media y una hora después ya está en camino a bordo de peseros, llega a la estación del metro de Tláhuac, donde toma un trasporte gratuito que subsidia Televisa y que trae al personal que trabaja en la zona de hospitales de Tlalpan de manera directa (Cancerología, Cardiología, Nutrición, GEA González y el INER). Alejandro llega con entusiasmo y percibes en él y sus compañeros un espíritu de colaboración y de ayuda a los enfermos. Somos pacientes peligrosos, portamos el Covid y tal vez la cepa más contagiosa; el trato que nos dan es humano, nunca me sentí diferente y menos peligroso aunque lo fuera, ese trato sin duda debe ayudar a la recuperación.
Frente a mi cama pendiendo de un perchero siempre hay dos batas quirúrgicas desechables que tienen mi nombre, las enfermeras, médicos, laboratoristas, y técnicos que me visitan antes de hablar conmigo y realizar su tarea de toma de signos vitales, toma de placas, electrocardiogramas, muestras de sangre, inhalo terapia o aplicación de inyecciones en el abdomen, se ponen una de las dos batas y unos guantes de hule que al salir los depositan en el bote de la basura, cuelgan la bata en mi perchero, al final del día las batas son arrojadas al bote de la basura. Francisco también tiene su perchero frente a su cama, pero él tiene tres batas, porque lo atienden permanentemente más de una enfermera, su estado de gravedad así lo requiere.
LOS BOTES DE BASURA Y SANITIZACIÓN
Los botes de basura son recipientes muy importantes en un hospital, cada paciente tiene su bote de basura, el cual contiene una bolsa gruesa de plástico rojo pálido, que es retirada por el personal de intendencia cada dos horas, entran discretos, trapean el piso, se llevan la bolsa de basura y colocan una nueva bolsa; después de su visita sientes el cuarto limpio y ligero. En la pared hay una caja roja donde las enfermeras depositan las agujas y jeringas. Este material infeccioso es concentrado y trasladado a un relleno sanitario. Dos veces por semana entran a sanitizar el cuarto, utilizan una máquina que lanza un vapor que —te anuncian— no afecta a los seres humanos, está dirigido contra bacterias y virus. El responsable lo hace rápido y de manera discreta.
NOTICIAS IMPORTANTES
A las siete de la noche del domingo 29 de agosto la doctora me visitó y me dijo textualmente: “He visto su evolución con las puntas de oxígeno de alto flujo y usted ha respondido bien, hoy por la noche se las vamos a volver a dejar, pero mañana volveremos a evaluar su reacción, si la oxigenación que mantiene es satisfactoria se las quitamos, ya lo tenemos en el punto más bajo —que es de 40 para las puntas de oxígeno de alto flujo—. Si sus pulmones responden satisfactoriamente esta noche, mañana se las quitamos y lo pasamos a la mascarilla que es menos fuerte e invasiva; si sus pulmones siguen respondiendo bien, entonces lo podremos pasar a las puntas de oxígeno normales; si las respuestas son positivas entonces lo podremos dar de alta para que pueda irse a su casa; este proceso puede tomar cinco días, por lo menos, o varias semanas, todo depende de la evolución de sus pulmones”.
No me quise hacer grandes ilusiones, conozco la historia de mis afecciones pulmonares, la primera fue una bronquitis que terminó en asma cuando tenía 22 años y me llevó a la sala de urgencias del Hospital 20 de Noviembre del ISSSTE en varias ocasiones, después de un año desapareció. Cuando tenía 28 años, en una corta estancia en la Universidad de Boulder, Colorado, me enfermé de neumonía, agravada por la temperatura de 20 grados bajo cero. Hace seis años me sorprendió un aguacero sin paraguas, me volví a enfermar de neumonía y estuve cinco días en el hospital. Con estos antecedentes no quiero hacer cuentas alegres, prefiero ser cauto en expectativas de corto plazo, pero optimista en expectativas de mediano plazo.
El lunes 30 de agosto por la mañana me sentía bien, comencé a escribir y pronto estaba sumido en mis recuerdos, situación que me provoca que se aceleren los latidos de mi corazón. Ahora ya comprobé por qué estoy conectado a un monitor que registra mis latidos segundo a segundo: cuando estoy en reposo total tengo de 56 o 60 latidos por minuto, cuando escribo y recuerdo algo importante mis latidos aumentan y puedo llegar a más de cien, como si estuviera corriendo: recordar es correr a través del tiempo. La enfermera que revisa mis signos vitales me recomendó que dejara de escribir y agregó categórica: “Hoy lo evalúan, es mejor que duerma un poco boca abajo”. Fui obediente hasta que una voz me despertó, era el neumólogo, quien me dijo: “Le vamos a cambiar las puntas de oxígeno de alto flujo por una mascarilla con oxígeno normal, si lo soporta bien, se habrá alejado definitivamente de la intubación, vamos a estarlo observando, siga descansando acostado boca abajo”, y me pusieron la mascarilla, yo seguí las recomendaciones del doctor. Por la tarde me despertó el doctor, quien después de revisar el promedio de mi oxigenación —que fue de 95, cifra récord para mí— le dijo a la doctora que lo acompañaba: “Póngale las puntas nasales normales, sus pulmones sí las resisten”. Estaba realmente sorprendido, en sólo un día avancé dos categorías y me acerqué a la posibilidad de que pronto me dieran de alta.
En situaciones como ésta, lo mejor es la prudencia, la vida me enseñó a ser cauto, porque las desilusiones son tremendas y duelen más, especialmente si se trata de un adversario como el Covid en su variante Delta. Al parecer avanzamos bien en el campo principal de batalla: los pulmones; pero no hay que olvidar que el Covid tiene otras estrategias, por esa razón monitorean diariamente los pulmones, el corazón y los coágulos que se pueden formar y llegar a estos órganos vitales. Los avances en mi oxigenación repercutieron en una serie de cambios que experimenté en mi estancia en el hospital en los días siguientes.
EL REPOSET
Por la mañana, después del desayuno, la enfermera me anunció que me pasaría a un sillón. La idea de sentarme me provocó una gran emoción. Cuando llegó el momento, habría que hacer algo que en diez días no hacía: pisar el suelo, pararme, abandonar mi segundo útero materno, mi cama, para desplazarme a un sillón. Con la ayuda y bajo la dirección de la enfermera pisé el suelo, estaba tan débil que pensé que no tendría las fuerzas suficientes para mantenerme en pie, no era mayor la proeza que tendría que enfrentar, pues habían colocado el sillón junto a mi cama. Me di cuenta de cómo en poco tiempo se había deteriorado mi cuerpo incapacitándome para caminar. Sentarme era una nueva experiencia tan placentera que pensé en no volver a la cama, o negociar el mayor tiempo posible en esta nueva posición que consideraba un avance importante, que me permitía hablar con el personal del hospital no desde una posición horizontal sino vertical: ahora les podía hablar sentado. Me imaginé el orgullo que debieron sentir los primeros sapiens que se bajaron de los árboles y pudieron caminar en forma bípeda. Pronto la realidad te aleja de tus fantasías. Ese punto fue cuando la enfermera me preguntó si quería un espejo para que yo pudiera verme. Me pareció ideal la propuesta, sin embargo pronto fue acotada en sus expectativas cuando ella agregó: “Pero no vaya a llorar”. Qué tan mal estaré, pensé, ahora entiendo por qué en los hospitales no hay espejos.
UN NUEVO CUARTO
Esta tarde la enfermera Mónica me dijo: “Señor Cuauhtémoc, lo vamos a cambiar de cuarto. Esta área es sólo para los enfermos graves, los que están intubados o próximos a intubarse y usted ya usa puntas de oxígeno normales y en los próximos días será dado de alta del hospital, así es que lo vamos a cambiar a la otra ala del edificio”. Pronto llegó el camillero y me ayudó a sentarme en una silla de ruedas y me trasladó al otro extremo de ese mismo piso. Mi cuarto era similar al anterior, sin embargo yo lo sentí muy diferente: no tenía compañero ni ruido ni gente: sentía que me había mudado del Centro Histórico de la Ciudad de México a un pueblo fantasma. La enorme diferencia era la presencia del silencio, que es algo intangible, que había olvidado y que aprecio mucho.
Cuando comenzaba a disfrutar del silencio, se abrió la puerta y entró una señora: “Buenas tardes, soy de intendencia y vengo a recoger la basura”. “No hay basura —le respondí—, acabo de llegar a este cuarto”. Miró mis datos pegados arriba de la cama y dijo: “Por lo que veo, usted llegó hace apenas diez días y ya pronto se va, es un afortunado, en este hospital los enfermos tardan dos o tres meses por lo menos, son muy pocos los que se van tan pronto. Hoy por la mañana se fueron dos por la puerta de atrás de este corredor, pero al campo santo, afuera ya los esperaban dos carrozas fúnebres, pero usted se va a ir por la puerta de adelante y en muy poco tiempo. Es un caso raro el suyo, seguramente se va muy pronto porque tiene una misión que cumplir y que está pendiente en su vida”. Diciendo esto como si fuera una sentencia se retiró y me dejó realmente pensativo.
EL BAÑO BAJO LA REGADERA
Esta mañana la enfermera me advirtió: “Hoy se baña en regadera”. Recibí la noticia como algo inusitado, se trataba de un nuevo reto, agregó: “Usted solo se tiene que sentar en la silla de ruedas, los camilleros no lo pueden ayudar, están ocupados recibiendo nuevos pacientes, con mi ayuda lo va a lograr”. Cuando estuve sentado en la silla de ruedas avanzamos por el pasillo hasta encontrar una puerta que decía regaderas, entramos y había dos regaderas, una ocupada por otro paciente que, por su edad y pelo largo, me imaginé que era el líder de una banda de rock de los años setenta. Cuando me pasé a la silla de la regadera y sentí el chorro de agua tibia en mi cuerpo, recuperé el placer de bañarme bajo una regadera, cada célula de mi piel lo agradecía, sin embargo no pude dejar de ver el enorme desperdicio de agua que significa bañarte bajo una regadera: acostumbrado a bañarme con un litro, sentía una gran diferencia y un poco de culpa.
EL DOCTOR CORONADO
Esta mañana me visitó el doctor Jesús García: “Va usted muy bien, pronto lo daremos de alta; sin embargo, por el cuadro que presentó —que fue muy grave—, lo estamos evaluando integralmente, nosotros le avisaremos a sus familiares y yo le diré a usted lo que tiene que hacer, usted ya no tiene Covid, pero tiene que cuidarse de que no le peguen una enfermedad que le afecte los pulmones, sus leucocitos son ahora normales, su corazón y sus riñones no fueron afectados, come bien, orina y defeca normalmente, por los próximos dos meses va a usar oxígeno y va a ser un paciente externo del INER, el día de mañana lo evaluaremos y se decidirá el día de su alta, que ya es muy próxima”. Con esas noticias inicié el día, con una gran alegría porque iba a regresar a casa con mi familia, por lo felices que ellos se sentirán cuando les comuniquen mi salida del hospital y porque estaré cumpliendo con la recomendación de Liz, de regresar pronto a casa. También me percaté de que no había escrito las cartas para mis hijos y nietos que había pensado escribir, tampoco había terminado de escribir la crónica de mi investigación de campo y que, como acostumbro, estaba retrasado y no podría negociar una ampliación del plazo.
Cuando me pasó a visitar el doctor Coronado, se despidió y me dijo que terminaba su guardia y que al día siguiente no vendría al hospital. Le pregunté algo que era muy importante para mí: “¿Por qué tomó la decisión de no intubarme?, decisión con la que estaré siempre agradecido”. Contestó: “Usted llegó grave, era un candidato para la intubación, cuando le pusimos las puntas nasales de alto flujo, el oxígeno estaba al 80 por ciento, que es lo máximo, si sus pulmones no hubieran respondido y usted comenzaba a jalar y meter rápidamente aire, de inmediato lo íbamos a pasar a la intubación sin preguntar, era el próximo paciente, pero usted es un caso raro, a pesar de su gravedad, respiraba bien, respiraba normalmente, como si estuviera menos grave; nosotros lo estábamos checando todo el tiempo, en el momento que cambiara su ritmo respiratorio y comenzara a jalar y meter aire de manera rápida, sus pulmones se iban a comenzar a endurecer, y entonces se complicaría su situación. Yo lo estuve monitoreando y todo el tiempo respiraba tranquilamente, es usted un caso raro, eso llamó mi atención, especialmente teniendo una alta necesidad de oxígeno, la verdad es que ese día, por la noche y a la mañana siguiente, usted era el candidato que tenía prioridad para ser intubado. Pero siempre respiró con normalidad, entonces tomamos la determinación de que continuara así, por esa razón le traje el documento legal donde usted podía arrepentirse de ser intubado. Sus pulmones reaccionaron de modo ejemplar, el Covid no le afectó ningún órgano, cuidamos que no se le formaran coágulos, por esa razón le inyectamos todo el tiempo anticoagulante en el estómago, en placas revisamos cada 12 horas sus pulmones y le hicimos constantes análisis de sangre, combatimos su neumonía con antibióticos, pero sobre todo luchamos contra la inflamación brutal que traía en sus pulmones. Yo no lo salvé, usted se salvó. Esperábamos que su rehabilitación durara unas tres semanas y mire, ya casi determinamos su alta, falta el análisis de conjunto de los médicos que haremos el día de mañana, si sus últimos análisis son buenos, pues ya no nos veremos, porque no estaré, pero mis compañeros le darán las indicaciones, nosotros lo dejaremos todo por escrito con base en los resultados del día de mañana. Usted ya no tiene Covid, tendrá que usar un concentrador de oxígeno durante dos meses, lo puede rentar o comprar, son caros, además va a seguir siendo nuestro paciente, se tiene que cuidar para que no pesque nada que afecte sus pulmones, usted resultó ser un buen paciente”.
Se despidió y yo sólo alcance a decirle que, aunque no soy religioso, siempre he pensado que todos tenemos un ángel de la guarda, que ahora había tenido la oportunidad de conocerlo en persona, porque son seres inmateriales. No sé si entendió mi expresión de agradecimiento, se dio la vuelta y dijo adiós.
No hice una pregunta final: ¿por qué, cuando me ingresaron al hospital, respiré normalmente, si mis pulmones estaban tan inflamados y mis antecedentes bronquiales no eran los mejores? Tal vez me ayudó el tratamiento alternativo que mi hijo me suministró días antes de ingresar al hospital, la esperanza y los buenos deseos de mi familia y amigos para que yo mejorara. Seguramente todo ayudó para que a pesar de la gravedad, me salvara de la intubación y pudiera contarlo y agradecer al INER estar vivo para escribir esta crónica.
EL ÚLTIMO DÍA EN EL HOSPITAL
Disminuyeron paulatinamente la cantidad de oxígeno que se me suministra hasta alcanzar los menores niveles y mis pulmones resistieron. Esta mañana, después del baño en regadera, me han quitado la aguja de mi vena, que a manera de serie navideña permitía el paso de los líquidos y antibióticos a mi cuerpo, me tomaron la última placa al pulmón, todo parece indicar que no hay marcha atrás. Seguramente la oficina de trabajo social ya le avisó a mi familia que pasen a recogerme, que envíen una muda de ropa para salir del hospital, que renten un concentrador de oxígeno y un tanque pequeño para el traslado. Lo único que falta es que emitan la hoja de alta que es de color amarillo, para que con ella en la mano pueda abandonar el hospital. La tranquilidad que mantuve durante toda mi estancia en el hospital, esta mañana la perdí: me invade un sentimiento de urgencia, deseo que el tiempo acelere su velocidad, que llegue mi ropa, que pueda cruzar las puertas de salida, quiero ver a mi familia, abrazarla, llegar a mi casa y ver y decirle a Liz que cumplí con la recomendación que me hizo cuando salí de casa en la ambulancia, que estoy regresando, lo más rápido que pude.
Mi hija me esperaba en la puerta, la saludé de lejos, mis emociones no me permitían más, corriendo el riesgo de desbordarse, un camillero me llevó al estacionamiento donde me esperaba mi otra hija en el coche y con el pequeño tanque de oxígeno para el traslado. La única pregunta que les hice fue: “¿Cuánto nos cobraron en el hospital?” La respuesta fue que nada, la estancia fue gratuita. Pensé en los millones de pesos que nos hubieran cobrado en un hospital privado y seguramente sin la calidad de una institución como el INER, esta experiencia me hace sentirme orgulloso de las instituciones de mi país y de sus políticas gubernamentales.
La experiencia que me dejó el Covid y mi paso por el hospital fue percibir la fragilidad de la vida, y constatar que todas las experiencias son útiles y breves, que debemos aprovecharlas intensamente porque acaban antes de que uno lo espere, son el presente y se convierten rápidamente en pasado y después sólo en recuerdo; cuando son muchas y se agolpan en tu memoria, es que ya te volviste viejo y, si aprendiste de ellas, entonces puedes pasar los años que te falten viviendo con los tuyos de mejor manera, intentando ser mejor. Esta enseñanza no es original, muchos otros la han expresado de mejor manera, pero es lo que se me ocurre ahora.